Por Diego Martínez Burzaco
Escribo esta columna con el riesgo de que quede obsoleta en cualquier momento, tal vez horas, si efectivamente llega un acuerdo de último momento entre el Gobierno y los holdouts para evitar el default (incumplimiento de pagos de deuda) el 30 de julio próximo.
Ojalá así sea, todos saldríamos favorecidos.
Porque si bien es cierto de que poco tendría que ver la magnitud de este default con el ocurrido en 2001, ya que la deuda involucrada en esta oportunidad es apenas el 1% del monto al momento del estallido de la Convertibilidad (US$ 1.330 millones vs US$ 102.000 millones), existen impactos negativos comunes a ambos procesos.
Y la actual administración gobernante sabe de aquellos costos que implicará un nuevo incumplimiento. Si realmente no tendrían un efecto nocivo de gran magnitud sobre la actividad económica no destinaría tanta energía en su ataque hacia los "buitres", el sistema capitalista extremo y la justicia neoyorquina sintetizada en la figura del juez Griesa.
Seria interesante analizar qué hubiera pasado durante los últimos 45 días si el Gobierno utilizaba esa energía para encauzar las negociaciones, buscar caminos innovadores y lograr una solución que no comprometa la situación económica de corto plazo ni la sustentabilidad de mediano plazo.
Esto, hasta el momento, no ha ocurrido. Nuevamente reitero, ojalá llegue ates del 30 de julio.
Las esperanzas se achican. El argumento oficial de señalar que Argentina no entrará en default porque ha instrumentado los pagos correspondientes al vencimiento de deuda, desligándose de la responsabilidad de si el dinero llega o no a los acreedores, es como decir que la Selección ganó la Copa del Mundo porque Messi definió de manera perfecta su jugada en la final contra Alemania y la pelota no entró por algo ajeno al jugador del seleccionado.
Es como querer interpretar una realidad distinta a la que realmente es. O, simplemente, volver al recurrente ejercicio de la negación.
La realidad indica que se entrará en default el 30 de julio si no hay acuerdo.
¿Qué implica para todos nosotros?
El primer canal de impacto es lo financiero. Precios de bonos y acciones bajan, suben los costos de financiamiento e imposibilita acceder al escaso crédito externo que tenían a disposición algunas empresas argentinas. Un caso puntual es YPF que recientemente había colocado US$ 1.000 millones a 8,75% bajo un bono a 10 años con legislación neoyorquina. Sí, leyó bien, legislación de Nueva York.
Otro canal de impacto es la mayor presión cambiaria. La incertidumbre, sumado a un nivel de inflación sin precedentes para la era kirchnerista, agudizara la demanda de dólares, en un país donde la divisa escasea. Para contener la suba de la moneda estadounidense, habrá que seducir a los ahorristas con alzas en las tasas de interés internas para que no vuelquen sus pesos hacia un refugio extranjero. Esto afectará, tarde o temprano, al financiamiento de capital de trabajo de empresas en el ámbito doméstico.
En relación al consumo y la inversión, un default es sinónimo de mayor incertidumbre. Y cuando ésta aumenta, ambas variables se ralentizan o paralizan. Se postergan planes de consumo e inversión hasta encontrar un escenario menos beligerante. Falta la confianza. Todo esto impacta en la actividad.
La velocidad de ajuste de estos impactos es distinta. Lo financiero es inmediato, lo real tiene un desfasaje, pero llega.
Y esos costos los pagamos todos. Tarde o temprano, la cuenta se paga.
Se pueden evitar con audacia y valentía política de afrontar los problemas y no patearlos para adelante. Espero, como señalé al principio, que esta columna quedé obsoleta antes del 30 de julio. Esto indicará que todos hemos ganado con el problema resuelto.
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